Una campaña periodística de grandes proporciones auspiciada por el Estado se ha hecho especialmente contra el prisionero Abimael Guzmán Reinoso, y en paralelo, una abierta negación de su derecho a la defensa se viene produciendo en el actual otro juicio sobre el Caso Tarata, farsa de juicio como se viene demostrando.
Es infame cómo a 25 años de su captura se ha montado todo un teatro pretendiendo presentar como héroes a personajes que -se entiende- trabajaban al servicio de su institución Dincote, con una estrategia aprobada, con asesoramiento gubernamental norteamericano y acaso apoyo económico, lo que explica su número, de pronto multiplicado.
Indigna cómo al protagonista principal de una de las partes contendientes de la guerra, se le niega abierta y escandalosamente el derecho a defenderse. Lo que en esta ocasión han hecho las autoridades competentes es un aprovechamiento de la situación de aislamiento absoluto en que el Estado peruano lo mantiene indefinidamente, para manipular a su real antojo si lo trasladan o no a la audiencia judicial precisamente el día 12 de setiembre. Tiene razón Abimael Guzmán al insistir en ver las causas. No lo llevaron a la audiencia para que no hable, para que no se defienda de esa “siniestra campaña” (tomando sus propias palabras).
Tiene razón también cuando afirma que este juicio se da fuera de la lógica del derecho. La pena por narcotráfico es 15 años, él tiene cadena perpetua, es mayor, entonces no se debe hacer otro juicio, o en el supuesto que ilegalmente lo condenaran a cadena perpetua es imposible cumplir dos cadenas perpetuas, entonces lo que se quiere a toda costa es condenarlo por narcotráfico para afrentarlo en su condición de dirigente comunista, marxista-leninista-maoísta y desprestigiar así la jefatura y la guerra que desde 1980 al 92 él mismo declaró haber dirigido.
¿Qué sentido tiene este nuevo juicio sobre Tarata si ya fueron sentenciados sus autores? Uno solo: infamarlo.
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